12/12/2015
El lugar del arraigo está dentro de uno mismo.
La historia propia, su contexto, las cosas, las
personas, los sitios...
Los hechos reales y lo recordado se incorporan a
uno mismo, al propio ser; terminan siendo el escenario, no solo como lugar
físico, sino como evento existencial que forja en uno, su vida.
Los recuerdos, que en su momento fueron hechos,
situaciones, cosas, personas reales, se convierten en una suerte de fantasmas.
Recuerdos que en últimas son en esencia la vida misma que se va archivando,
olvidando, formando capas sedimentarias que vuelven fundamentos enterrados
sobre lo que van cayendo más despojos –hechos vitales- que se van sepultando
capa a capa esos recuerdos de los cuales la mayoría se olvidan o se vuelven
invisibles, inconscientes y que a veces salen a flote, fragmentarios y pueden
alegrar o angustiar, según l ahora o la circunstancia en que emergen.
Son fragmentos, pedazos, la mayoría de las veces
distorsionados, que en ocasiones logran
articular pequeñas escenas que no son otra cosa que reflejos fantasmagóricos de
personas, lugares, sensaciones, emociones y de interacciones que una vez fueron
y ya no.
Recuerdos. Recuerdos fragmentados que es lo que
va quedando, en lo que se va convirtiendo la vida. Eso es la vida, fragmentos
de recuerdos. En eso se va convirtiendo cada instante que en su momento fue lo
que llamamos “el presente”.
Esto es la vida, la suma de vestigios, de
escombros como la tierra misma.
Cuando salen a flote estos vestigios, surge con
ellos un sentimiento, que es una revelación, una toma de conciencia de lo
efímero de la vida, de lo fragmentario
de la misma: pedazos de recuerdos convertidos en imágenes y sensaciones
reunidas, sumadas a lo largo del tiempo.
Esos sentimientos que surgen son el producto y forman parte del ser, de la conciencia y la
inconciencia y nos hace caer en cuenta de lo extraviados que estamos en el
camino de la vida. Se mira esta senda hacia atrás y solo se divisa lo próximo, porque lo más lejano
ya no se ve, se recuerda.
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